Me
metí en la certificación energética hace ahora dos años, movido por la
necesidad de reciclaje profesional. Como muchos otros compañeros arquitectos, buscaba
una huida hacia adelante que me permitiese seguir viviendo de mi profesión,
después de haber estado trabajando durante muchos años como urbanista,
proyectista y proyect manager en varios despachos barceloneses, algunos de los
cuales fueron víctimas de la crisis del sector de la construcción. Y lo que
empezó siendo una escotilla de salida de un mundo habitual que me negaba
inconscientemente a abandonar, ha acabado siendo una completa bendición.
Las
visitas
de toma de datos de certificaciones energéticas son excitantes. Nunca
sabes exactamente lo que te vas a encontrar, ni a quiénes te vas a
encontrar,
por mucho que investigues datos sobre la vivienda vía internet, catastro
o
Google Earth. He realizado muchísimas visitas de este tipo, y podría
escribir
un libro solamente narrando anécdotas acontecidas en cada una de ellas.
Desde una
exprestidigitadora que me enseñó geniales fotografías de sus
representaciones, pasando
por tres grandes perros que querían jugar contigo mientras fotografiaba
la
fachada de la casa de sus amos, o unos niños que hacían los deberes
mientras yo
pululaba medidor láser en mano alrededor de ellos intentando no
molestarlos, o alguna práctica de contorsionismo para llegar a esa placa
de especificaciones técnicas escondida en un calentador, u otra labor
de escalada para inspeccionar un tejado con más detalle; visitas
mañaneras en
medio de la niebla leridana que haría las delicias de los forofos de
"Crepúsculo", inspecciones en la más absoluta soledad porque el
propietario o la inmobiliaria me confiaron las llaves, hasta charlas
técnicas en
inglés con propietarios extranjeros y la consiguiente mejora
lingüística…
También
quiero
destacar que cada desplazamiento para tomar datos de un inmueble es una
oportunidad para conectar con uno mismo y apartarse un poco del mundanal
caos.
Tanto si es en metro, bus o coche particular, ese rato de media hora de
duración es nuestro, y nadie nos lo puede quitar, ni siquiera los
atascos automovilísticos:
contra ellos, música en la radio y una buena dosis de paciencia. Por
supuesto, utilizando el
autobús o el metro, podemos aprovechar para leer, ordenar la agenda o
mirar las
caras de la gente, generalmente avinagradas por la rutina. Rutina que
nosotros,
certificadores energéticos, afortunadamente no conocemos. Porque cada
visita y
cada certificación es diferente.
Y no
hay que decir que, ya de vuelta en el estudio y con todos los datos sobre la
mesa, el autodesafío técnico a la hora redactar los certificados es una
obligación: conseguir la mejor calificación posible para el cliente debe ser
nuestro objetivo final. Objetivo final que debe ir apoyado por lo más
importante: trabajar la empatía con los clientes nos hace ser mejores
vendedores, tanto de nuestra imagen, como de nuestra profesión.
Antes era un arquitecto de oficina. Ahora me considero un arquitecto de la calle,
en contacto con la gente, gente que no está para que les expliques el último
grito en detalles constructivos ni cuáles han sido tus logros profesionales o
académicos, sino para que les soluciones una necesidad.
Enhorabuena por tu blog estimado Alejandro. Llegué a él a través de una de las páginas colaborativas. Desarrollo esta actividad desde hace dos años y este es el artículo que mejor define lo que tantas veces he pensado. Desde luego el trabajo de campo es de lo más enriquecedor que tiene esta profesión. El trato con las personas es a menudo lo que mas recordamos y nunca se para de ver cosas nuevas en instalaciones.
ResponderEliminarSi a esto añadimos que podemos ayudar a ahorrar a las personas, nuestro objetivo parece motivador. Además conocemos nuevas tierras y lugares y también sus costumbres. Así todo esfuerzo es pequeño, como el que haces escribiendo este blog.
Recibe un cordial saludo desde Madrid,